NAMASTÊ!

"El dios que habita en mi, saluda al dios que habita en usted"




sábado, 13 de marzo de 2010

Isidra (cuentito)

Una noche de insomnio interminable, me trajo de vuelta un ser de mi infancia, el cual se había evaporado con el devenir fortuito de los años. No había habido antes nada que pulsara mi mente para rescartarla de aquel pasado lejano, del tiempo en que mi tiempo no era mío, sino tan sólo el de mis mayores...
Esta figura extravagante, digna de un protagonismo vanguardista, era una costurera con aires de modista, que vivía a los lados de la vía del tren. Que tenía un marido enamorado, maquinista de AFE, que hasta con su bestial instrumento de trabajo procuraba demostrarle su inagotable pasión.
Así era que cuando pasaba por la casa hacía resonar su estridente silbato y lanzaba nubes de vapor de gris metálico que quizás él, desde su alma enamorada las veía albas, como jirones de algodón. Entre el chirriante y destemplado sonido y la sacudida de los rieles que aullaban bajo las ruedas, la casa entera se estremecía y nosotras en el medio de una prueba, éramos presas de una terrorífica visión: dominadas por la infernal barahúnda, teníamos la nítida impresión que la máquina humeante arremetía contra nosotras y presas de un trágico destino éramos aniquiladas posando como estatuas, frente al inmenso espejo de luna, en medio de sedas, organzas y enaguas de festón.
Isidra, -pues sí, se llamaba Isidra Zuitas- interrumpía su elegante tarea, cerraba los ojos, respiraba profundo mientras la parafernalia exterior arreciaba. Se levantaba sin perder su donaire y cerraba el balcón. Desde el cual, minutos antes, nos deleitaba la vista del pequeño jardín pletórico de No me olvides  y trinos de jilgueros.
Toda vez que a su taller me llegaba, tenía ella la delicadeza de poner en mi regazo una caja de música color lacre, y su sonrisa era el permiso para abrirla. Estaba repleta de chucherías que a mis ojos eran deslumbrantes y me las iba poniendo en el cuello y en los brazos hasta parecerme a un maniquí enano, y como marco a ese momento un minué de Paderewski que se oía una vez el estuche abierto.
Luego, cuando partíamos, volvía la caja a su lugar, una mesa ratona que ocupaba también un gato atigrado que sobre un almohadón bordado con mostacillas dormitaba eternamente.

Pues bien, tenía Isidra la particularidad de realizar los modelos por duplicado. Uno para la clienta, y otro que se lo quedaba ella para uso y deleite propio. Esto era hecho sin malicia de ninguna especie. Y sus asiduas usuarias en un acuerdo tácito quedaban en silencio sin expresar su descontento. Así era que mis tías, de vez en cuando la veían pasearse vistiendo uno de aquellos trajes que con tanto esmero se habían devanado los sesos para idealizar.
Completaba Isidra sus atavíos con una infinita variedad de brazaletes de marfil y collares de muchas vueltas de corales de río o madreperlas con tintineantes cascabeles. Enormes aros de plata colgaban de sus orejas con artísticos abalorios que al entrechocarse repiqueteaban con un eco de campanillas.
Yo acostumbrada a las sempiternas perlas de mi madre, sus adornos me parecían fascinantes y de un gusto más allás de lo imaginable.

Era única e impagable la figura de la modista-plagista paseándose por nuestras calles. Los vestidos ideados para fiestas de los salones de entonces, ella los usaba para ir a los puestos de venta de pescados en el mercado del puerto. La veíamos cubierta de muselinas ondeantes y calzando zapatos forrados de moiré a las diez de la mañana entrando en algún almacén de esquina para comprar su pan marsellés. Cuando en las tardes, de la mano de una mucama iba yo a la confitería del centro por las masas para el té, allá estaba ella, eligiendo milhojas o besitos de coco vestida como para una soirée.  No podía negar el regocijo que me causaba verla. Se me acercaba enmaracada por sus sonantes oropeles, me pasaba la mano por el cabello, me besaba en la mejilla y me dejaba bañada por un halo de Lavanda de Mimosas, que era sus sello inconfundible.
Mi acompañante en cuestión tironeaba de mi, molesta y avergonzada por tal proximidad, cosa que me tenía sin cuidado, ya que desde pequeña mostré tendencia a todo lo estrafalario heredado de algunas mujeres de mi sangre.

Isidra se fue un día, para consternación de muchas. Sin mediar explicaciones, dejando a su marido-maquinista, desconsolado en la casita al borde de la vía. No tuvo él, más a quien saludar con sus nubes de vapor, y lo peor, sin saber a ciencia cierta, porqué aquella ingrata había despreciado su ruidoso amor.
Se fué. quizás, cansada de tanto escándalo de hierros y nubes sucias. Dicen que iba vestida con uno de aquellos modelos de los que flotaban entredoses y puntillas, una piel de Marta Cibelina al cuello y llevando en sus brazos el gato dormido y la caja de música.
La seguía, cargando a cuestas su equipaje como un simple changador, un viajante que hasta entonces la surtía de avíos y, que quizás, con su ocupación silenciosa de objetos mínúsculos, despertó en ella un ansia desenfrenada de ser amada suavemente, lejos de la vía del tren.

Lo has leído. Si estás en la práctica Floral, te propongo que me digas:
¿Qué florales le darías tu, a Isidra?
Un abrazo
Graciela

No hay comentarios:

Publicar un comentario