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"El dios que habita en mi, saluda al dios que habita en usted"




lunes, 3 de mayo de 2010

La Jornada de un Alma (cuento nacido de una verdad)

Una mañana que llovía a cántaros y con un viento que fustigaba en todas direcciones, el ingeniero Octavio Ibáñez se encontraba en el medio de la construcción de una carretera tratando de resolver un aluvión acaecido junto al nuevo puente, cuando comenzó a sentir un agudo dolor en la columna. Trató de no darle importancia pero al mediodía el sufrimiento era tal, que le impedía el simple acto de respirar. Suspendió el trabajo y fue llevado hasta la capital por uno de sus oficiales. Ingresó a emergencia y de inmediato quedó internado dominado por incontrolable padecimiento.

Pasados algunos días su corazón no resistió tanto dolor. Mientras se entregaba a un limbo oscilante recordó a la mujer que había sido el centro de su existencia. Nunca se concretó aquella unión. Llegó a comprender en ese postrero momento muchas cosas que ahora le parecieron tan simples. Y supo, sobre todo, que su corazón se hacía añicos por no haberse animado a seguirla. ¿Dónde estaría? Hacía días le había dejado un mensaje en el teléfono, implorándole su presencia. –“Quizás -se dijo con el último suspiro- quizás si hubiera venido podría resistir”.

No supo él, que la mucama escuchó descuidadamente en ausencia de Isarda el mensaje, y olvidó en el momento comentarlo. Pasado los días recordó su negligencia y sin demora se lo hizo saber a su ama. En vano fue buscado el mensaje. Se había extraviado irremediablemente.

Octavio se sintió sofocado por tanto pasado sombrío. Tanto desearla a su lado que nunca se concretó. Estaba exhausto, y a los pocos se fue entregando. Dejó de importarle la soledad agobiante que lo embargaba y la proximidad de algo definitorio que no sabía cómo ni quería postergar. Se vio envuelto por un céfiro grisáceo venido de ningún lado que en forma de agudo infarto lo apresó en punzante abrazo. La atmósfera fue adquiriendo otras formas y desvaídos colores, y sintió que se iba alejando de todo y de a poco.
Mientras su alma se distanciaba de este plano, vislumbró el cambio que se operaba en su existencia, algo incomprensible lo apartaba de su mundo. Entonces, -aunque sin saber por qué- le urgió despedirse.

Estiró su mano para acariciar la cabeza de su hermana Adelina que sentada al lado de su lecho le velaba sin descanso. Quien desde siempre le había dedicado su vida renunciando –quizás- a tener una propia. La abrazó sin que ella nunca se enterase. Viajó hasta su hijo Blas y le pidió perdón por no verlo crecer. Se acercó a la abuela Blanca para rozar por última vez sus rizos rebeldes, blancos ahora, que de su moño escapaban y también implorarle perdón por dejarla sin su presencia. Luego con el último vestigio de conciencia, se volvió con todas las fuerzas que le restaban hacia Isarda.
Su último pensamiento fue que un cambio definitivo dominaba su conciencia, se daba cuenta de la fugacidad del tiempo y lo poco que había sabido aprovecharlo al lado de aquella mujer: “Perdóname amor de mi vida. Perdóname por no haberte querido más con el corazón y menos con la cabeza. Perdóname porque te abandono, pero ha llegado mi ocaso”...
El espíritu de Octavio se halló entonces, en la antesala en la cual todos estacionan, en el período inmediato a la muerte. La realidad que lo cercaba era ambigua. No podía volver a la tierra –su antigua morada- porqué no más tenía un cuerpo material que le permitiera hacerse visible, locomoverse y comunicarse. Pero él, todavía no lo sabía. Se sentía como si todavía poseyera uno, libre ya de todo sufrimiento, y al contemplarse se veía perfecto, mejor que nunca. Entendía que no estaba ya en el plano que él conocía, pero no creía que eso fuera muerte.¿Cómo aceptarla si todavía se veía tan bien?. Conservaba la poderosa impresión de la vida que acababa de dejar.

Tampoco podía entender que aquellos con los que tanto había compartido y a los cuales había amado ya no lo percibieran. Trataba de entablar una conversación con sus obreros, pero no le daban oídas. Se acercaba a su abuela y su hermana a la hora de la mesa pero no había un lugar dispuesto para él. Su hijo no le extendía los brazos cuando él le sonreía.

No sabía ni quería elevarse. Nunca se había interesado por el lado oculto de las cosas al que tantas veces Isarda había intentado introducirlo. Otros espíritus lo rondaban, intentaban aproximarse. Trataban de convencerlo que desistiese del ayer, de todo lo vivido y enfrentara aquel otro mundo libre de vicisitudes que estaba a su espera.
Pero él, nada más se dedicaba a merodear alrededor de Isarda. No podía dejar de oír su constante llamado. Aquella dolorida súplica:
-“¿Cómo pudiste irte, sin esperarme? ¿Dónde está el mensaje que dejaste, y que luego se perdió entre otros tantos? ¡Ah Octavio, cuánto quisiera oír tu voz una vez más!

Ella salmodiaba incesante un pedido de ayuda, mientras él vagaba a su alrededor sin descanso. La rondaba en las noches en que la veía insomne y desconsolada clamando por su nombre. La abrazaba y ante su angustia se daba cuenta que su abrazo se transformaba en un traspasarle el cuerpo como si fuera una simple nube. Extendía lo que él todavía veía como sus manos para acariciar su cabello, el rostro tan amado, se le acercaba dominado por el deseo de sentirla y consolarla y grande era la desesperación de esa alma en pena, al ver que no podía hacerse notar.

Octavio no caía en su nueva realidad. No podía aceptar todavía que lo único que sobrevivía de él era su fuerza mental, que se había vuelto siete veces más lúcido, más veloz y perceptible que cuando poseía la vida terrena. Era el poder de su pensamiento abrumador, el anhelo ávido de su cuerpo, el apego a todo lo dejado y sobre todo su gran amor insatisfecho, incompleto, que lo volvía un manojo de sensaciones fragmentadas. Poseía ahora -para su asombro- el poder de leer otras mentes. Así escrutaba el pensamiento de Isarda y veía su tristeza sin fin y lo peor de todo era que él, continuaba sin darse cuenta del cambio de dimensión.

Entonces, en un momento de su tiempo que no era más tiempo, vio que no proyectaba ninguna sombra, que sus pasos no dejaban huellas al andar y que no se veía más reflejado en los espejos. Entonces se desvaneció. Y cuando volvió en sí, acabó reconociendo su propia muerte.

Envuelto en la lobreguez del descubrimiento, sintió que su alma le reclamaba el elevarse. Ahora podía entender, ahora estaba pronto. Pero antes tenía una póstuma tarea. Reunió las fuerzas titánicas que en ese momento poseía, más su amor infinito por aquella mujer, y armado con ese escudo se desprendió del temor por lo desconocido y atravesó todas las dimensiones. Llegó hasta aquel pequeño aparato que en algún lugar recóndito guardaba el último mensaje dejado para ella. Iba a recuperarlo. Sería su última muestra de amor venida de otro mundo. Cumpliría así, con el ruego de ella. Le demostraría, que su amor existía más allá de la muerte.
Y fue tan grande su deseo, el ímpetu puesto en un solo pensamiento que al acercarse al artefacto hizo coincidir sobre el mismo el resumen de su vida. El último anhelo, el amor infinito, la despedida, su muerte reconocida y aceptada y la promesa de un futuro encuentro.

Días después, Isarda al entrar en su casa miró hacia el teléfono que se divisaba a la distancia. Este hacía un guiño intermitente...Apretó el botón para escuchar el mensaje y la voz clara de Octavio como si estuviera del otro lado de la línea le llegó:
-Isarda querida, estoy internado y sé que andas viajando, pero no dejes de venir a verme cuando vuelvas. Sé, que con solo verte estaré curado. Te estoy esperando, ven.






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